La corrupción y sus cómplices
La democracia peruana ha muerto. Sin embargo, seguiremos viviendo en un mundo de fantasía. Un mundo donde hay presidente, ministros, congresistas y un largo etcétera que no representan a nadie más que a sus propios bolsillos y a los de sus generosos donantes. Me dirán que siempre ha sido así, pero algo sé de historia y estoy convencido de que nunca estuvimos peor. Ni siquiera con el régimen más corrupto de nuestra historia que fuera liderado por la dupla Fujimori-Montesinos.
La confesiones de Barata nos muestran que Toledo cumplió su promesa de construir el “segundo piso del fujimorismo”, y como buenos peruanos, los demás inquilinos de Palacio hicieron el tercero y el cuarto (García y Humala, respectivamente), y al llegar PPK para construir el quinto piso, su incapacidad, Keiko Fujimori y el caso LavaJato, pusieron en evidencia la precariedad de ese castillo de naipes que algunos llamaban “el milagro peruano”. Y hoy todos corren el riesgo de acabar en la cárcel, ya que ni siquiera son capaces de hacer un pacto de impunidad, por lo menos hasta ahora.
Nadie se salva del desastre. Ni la izquierda ni la derecha. Quienes nunca recibieron plata –que son pocos pero son– es mejor que no celebren diciendo “a mí nunca me dieron plata” después de haber declarado admiración por el proyecto imperial brasileño, o incluso si –en nombre del viejo antiimperialismo yanqui– siguen justificando con pasión y sin razón a los regímenes corruptos de izquierda de la región.
Aunque hay mucho por hacer, es poco lo que se puede esperar de nuestra institucionalidad. Ojalá que los fiscales hagan las respectivas acusaciones, ojalá que Pablo Sánchez se convenza de que su reelección como fiscal de la Nación es fundamental para que el caso Lava Jato no se trunque. Y ojalá que en las elecciones del ¿2021? (o antes) seamos capaces de terminar de demoler nuestra tambaleante institucionalidad política cuyo cimiento fue el régimen corrupto de los años noventa, y de la que nos guste o no, todos terminamos siendo cómplices.